Si hay solución, ¿por qué te preocupas?
Si no hay solución, ¿por qué te preocupas?
¿Me despierto ya o duermo 5 minutos más? ¿Paso el semáforo en ámbar o me espero? ¿Carne o pescado? ¿Le llamo la atención a mi hijo o lo dejo pasar? ¿Me caso o no me caso? Cada día nos enfrentamos a cientos de decisiones, unas más banales y otras más trascendentales. La vida nos obliga a elegir permanentemente. Sin embargo, lo habitual no tiene por qué ser fácil.
Si a las dudas sobre lo que deberíamos hacer, se añaden las dudas de si lo que hemos hecho está bien o no, se complican mucho más las cosas. ¿Tendría que haber hecho esto así o de esta otra manera? ¿Qué hubiera pasado si hubiera hecho lo contrario?
La capacidad lógica y reflexiva se ha considerado tradicionalmente una virtud, y está sustentada en la creencia de “hay que pensar antes de actuar”. No obstante, muchas veces, tras una duda resuelta, se abren otras nuevas dudas como consecuencia de lo anterior, y a más posibilidades de elección, más difícil es escoger. Si cada vez necesitamos decidir la mejor opción para tener la claridad necesaria para actuar, podemos entrar en bucles de pensamiento que convierta nuestra reflexión en un laberinto sin salida, llevándonos a la parálisis.
Entonces, ¿cómo podemos hacer para que el pensamiento sea un aliado y no un enemigo?
La duda
El ser humano tiene una necesidad ancestral de seguridad. Necesitamos encontrar consuelo en algunas verdades tranquilizadoras que hagan que nuestro día a día sea relativamente previsible, ya que si todo fuera incierto, el caos inundaría nuestra realidad. El problema es que en la sociedad moderna, sobre todo a partir de la industrialización y la tecnificación, existe la ilusión de poder controlar y gestionar todo. Sólo haciendo un click o apretando un botón tenemos casi infinitas opciones.
Sin embargo, la duda, por poco que nos guste o la aceptemos, tiene una función fundamental en el ser humano: sirve para activar el pensamiento creativo. Nos hace preguntarnos cosas diferentes y de esta forma nos ayuda a evolucionar. Ahora bien, dudar en exceso puede resultar altamente nocivo ya que puede llevarnos al pensamiento obsesivo. Lo que separa esta fina línea es la forma en la que nos hacemos preguntas y cómo buscamos las respuestas.
¿Cómo gestionamos la duda?
Cuando nos atormenta una duda, buscamos la tranquilidad intentando encontrar la respuesta correcta. Nos dejamos llevar por el razonamiento, pensando en innumerables opciones. En un principio, encontrar respuestas reduce la ansiedad, ya que aparentemente pone fin al tormento. Sin embargo, posteriormente lo aumentan todavía más, ya que detrás de una certeza aparecen nuevas incertidumbres (la tranquilidad que genera “engancha”) y así se refuerza el círculo vicioso. Es el efecto paradójico de buscar la solución ideal al dilema.
En la duda básicamente se activan tres tipos de circuitos psicológicos:
- Intentamos controlar racionalmente nuestras sensaciones, emociones y reacciones. Sin embargo, cuanto más intentamos controlar, más nos descontrolamos.
- Intentamos bloquear pensamientos incómodos o amenazantes, pero cuanto más intentamos no pensar, más pensamos.
- Intentamos encontrar respuestas tranquilizadoras a dilemas irresolubles. No hay respuestas correctas a preguntas incorrectas.
En ocasiones, como no logramos dar con la respuesta correcta, podemos pedir a alguien que nos ayude. Cuando la duda nos tiraniza hasta tal punto que pedimos o consentimos que otros tomen esas decisiones por nosotros, entonces aumentamos nuestra incapacidad para decidir ya que nos quitamos confianza en nosotros mismos y minimizamos nuestros propios recursos.
¿Qué hacer?
Una duda perturbadora nos obliga a hacer algo con ella, intentamos aclararla, reflexionarla, buscar una respuesta. Es decir, la combatimos, luchamos contra ella.
Como comentábamos antes, cuando una duda aparece intrusivamente (involuntariamente) en nuestro pensamiento de forma súbita, si le intentamos dar una respuesta (voluntariamente), en realidad la reforzamos. La respuesta tranquilizadora hace que gane importancia la duda, repitiéndose el proceso hasta el agotamiento y generando cada vez más inseguridad. La lógica aquí no es buena aliada. Por tanto, el foco de la atención no debería estar en las respuestas sino en las preguntas. No podemos evitar que aparezca la pregunta, es involuntaria, aparece cuando quiere en nuestra mente. Lo que sí es voluntario por nuestra parte es argumentarla y reflexionarla. Si dejamos de intentar buscar respuestas, progresivamente aparecerán menos preguntas, ya que no se reforzarán positivamente. Se rompe así la trampa mental. Es justamente bloqueando las respuestas que se inhiben las preguntas.
También puede ser de utilidad poner por escrito el diálogo interior. Sería como hacer dialogar a nuestro “ángel” y nuestro “demonio” interno, pero no en el pensamiento, donde se tiende a divagar, a repetir, etc. Se trata de que se haga sobre el papel, donde la secuencialidad ayuda a encontrar orden y a saturar la constante conversación interna.
También es importante distinguir entre decisiones y resultados. La decisión es el producto final del acto de reflexionar y el resultado es la consecuencia de esa decisión. Se puede tomar aparentemente buenas decisiones y tener malos resultados, y viceversa, tomar malas decisiones y tener resultados positivos. Hay un sinfín de factores que no dependen de nosotros mismos, por tanto, el control total es imposible. Tampoco sabremos qué hubiera pasado si hubiéramos tomado la decisión contraria, porque tras esa decisión tendrías otras implicaciones que nunca podremos saber, como dice el efecto mariposa, cuando señala que el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tempestad en Nueva York. Nunca podremos saber cuál es la mejor opción. Hay que habituarse a vivir con la probabilidad y no con la certeza.