Los seres humanos necesitamos dar sentido a nuestra existencia, para sentir bienestar y equilibrio. Tenemos una visión de cómo son las cosas y también de lo que deberían ser. En esa discrepancia es donde se activa el cambio personal, para acortar esa discrepancia.
Si bien una persona simplificadora no ve ningún problema donde realmente sí lo hay, en el extremo opuesto encontraríamos el síndrome de la utopía, donde la persona ve una solución donde realmente no hay ninguna.
La persona con síndrome de la utopía vive en subjuntivo, planteándose permanentemente objetivos inalcanzables o si son alcanzables, atribuyéndoles un resultado mágico o irreal, p.ej. “cuando acabe la carrera toda mi vida cambiará” o “cuando tenga novio, seré feliz”. Cuando existen estas expectativas tan elevadas, entonces se puede producir desesperación existencial. La persona entra en constantes “debería” y se frustra al no conseguirlo. “Debería… tener un mejor trabajo, unos mejores amigos, ser mejor persona, etc”. El día a día resulta extenuante.
Si bien tener objetivos y querer progresar es algo saludable a nivel emocional, se convierte en problemático cuando le damos una trascendentalidad o un poder exagerado o irreal. Aceptar esta premisa no significa ser conformista, sino realista. Lo que impide la felicidad no es la realidad en sí misma, sino la comparación con lo que se supone que debería ser idealmente.
La clave sería ajustar las expectativas a lo alcanzable y aceptar las partes que no son modificables.