La llegada del buen tiempo inevitablemente equivale para muchas personas a intentar bajar de peso poniéndose a régimen. Muchas de estas dietas terminan en fracaso, no sólo porque los planes alimentarios prometan milagros o porque no estén bien organizados, sino porque interactúan ciertos aspectos psicológicos que boicotean el proceso de pérdida de peso.
“Enganchados” a la comida
La comida no únicamente sirve para nutrirnos. También activa directamente la sensación de placer, por lo que se está convirtiendo cada vez más en una especie de droga para la sociedad occidental. No sólo nos genera satisfacción, sino que además es legal y no produce estados de conciencia alterados, por lo que podemos seguir normalmente con las responsabilidades de nuestro día a día sin sufrir estigma social.
Cuando utilizamos la comida como fuente de estímulo y placer, tendemos a neutralizar todas las emociones negativas (tristeza, rabia, inquietud, aburrimiento, agotamiento, frustración…) a partir de la complacencia que genera la ingesta. La comida se convierte en un consuelo, en un ansiolítico, etc. Los alimentos que seleccionamos para esta función habitualmente se componen de calorías vacías, es decir, calorías que no tienen capacidad nutritiva (alimentos ricos en azúcares, grasas y/o sal como bollería, ultraprocesados, alcohol, chucherías, etc.), que son a su vez altamente adictivos. Esta explosión de placer activada por el gusto, va directamente a nuestro sistema nervioso (más que a nuestro estómago), segregando toda una serie de sustancias como la dopamina, que activan directamente nuestro sistema de recompensa, propiciando que repitamos este tipo de ingesta una y otra vez. En un intento de control emocional, activamos el más absoluto descontrol.
Así pues, se produce un cruce de necesidades. Llenamos un vacío emocional, llenando físicamente el estómago. Pero el estómago nunca podrá reestructurarnos psicológicamente, igual que el cerebro tampoco nos aportará nunca calorías que nos nutran. Deshagamos el enredo.
Hambre física y hambre emocional
La primera forma de cortocircuitar el problema es entender cuándo nos invade el hambre física y cuándo la emocional, y aprender a diferenciarlas. Esto nos permitirá elegir qué tipo de “alimento” necesitamos: ¿comida o reajuste psicológico?
Veamos las diferencias:
- Origen: El hambre física se produce por una necesidad energética de nuestro organismo, mientras que el hambre emocional se activa por nuestra manera de sentir dificultades o problemas.
- Aparición: El hambre física aparece de forma progresiva, mientras que la emocional aparece de repente, como consecuencia de algún detonante.
- Tipo de alimentos: Con hambre física nos puede apetecer cualquier tipo de alimento, mientras que con hambre emocional tendemos a buscar los alimentos menos saludables.
- Tempo: El hambre física nos permite degustar los alimentos pausadamente, mientras que el hambre emocional nos aboca a la inminencia, es más impulsiva.
- Atención: El hambre física nos permite atender y ser conscientes de lo que comemos, mientras el hambre emocional es automática y nos dispersa la atención a los problemas.
- Fin: El hambre física termina con la saciedad, mientras que la emocional va más allá del apetito y da lugar a excesos.
- Post-ingesta: Saciar el hambre física genera sensaciones de bienestar (porque se ha cubierto una necesidad fisiológica), mientras que el hambre emocional activa sentimientos de culpabilidad.
Algunas recomendaciones
- Entiende qué hay detrás de tu hambre emocional. ¿A qué debes realmente prestar atención o reenfocar diferente en tu vida?
- Crea nuevos hábitos: la voluntad se educa, se entrena. Para ello es necesario tener objetivos muy concretos y mantener la repetición; es así como se instauran los nuevos hábitos, somos animales de costumbres. ¿Cómo hacerlo?
- Haz un planning alimentario: Diseña de antemano qué vas a comer y cuando.
- Identifica y registra tus emociones negativas a lo largo del día. Anota situaciones, pensamientos y sentimientos que te generan malestar ¿cómo se relacionan con comidas? Registra también qué comiste, cuánto, dónde, cuándo, con quién…
- Practica la alimentación consciente a partir de ejercicios de atención plena.
- Modifica pensamientos o conductas poco saludables.
- Piensa a corto, medio y largo plazo. Cuando utilizamos la comida para calmarnos u obtener placer, sólo obtenemos este efecto unos segundos o minutos, mientras masticamos y tragamos. Una vez el alimento deja de estar en boca se activa la culpa. Muchas veces, esta culpa es mucho más dolorosa que la emoción negativa que la activó, ya que nos recuerda nuestra incapacidad para gestionar nuestros propios problemas y a la vez los retroalimenta. A corto plazo nos alivia, a medio plazo nos hace sentir mal y a largo plazo peor, ya que perpetuamos el problema.
- Liberándonos de nuestras dificultades recurrentes es cuando abrimos la puerta a la evolución y al desarrollo personal. Cambiar lo que no funciona aumenta nuestro bienestar biopsicosocial.